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Sesgadas por las opciones de los ’70, muchas personas de izquierda se acostumbraron a ver a la entonces Unión Soviética como el lado bueno de aquel largo conflicto. Yo estoy en profundo desacuerdo con esa postura, pero la entiendo y la respeto, y no es mi intención en estas líneas reanimar debates tan añejos. Mi intención es otra: demostrar que la Rusia actual de Vladimir Putin no representa ni los valores de la izquierda, ni un referente para una política progresista en el siglo XXI.

Por David Allen Harvey

“El enemigo de mi enemigo es mi amigo”, dice un refrán popular. Este dicho refleja una realidad: a veces, la necesidad, el interés, o la conveniencia nos obliga a cooperar con personas o grupos que no comparten nuestras creencias. Hay miles de ejemplos de esta práctica en la política, la diplomacia, y las relaciones interpersonales. Pero como todos los dichos, no es de validez universal: a veces, lo que nos parece a primera vista como el mal menor nos puede llevar a comprometer y hasta a traicionar nuestros valores más importantes. Por ejemplo, en los años setenta, muchos representantes de la Democracia Cristiana, incluyendo Patricio Aylwin, quien luego fuera presidente, tenían tanto miedo al cuco comunista que apoyaron el golpe militar, pensando que era el mal menor comparado con el gobierno de la Unidad Popular. Del otro lado, muchas personas de izquierda, por oposición al sistema capitalista, se convirtieron en apologistas de los regímenes genocidas de Stalin y de Mao. Creer siempre que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” nos puede llevar a equivocarnos, con consecuencias que pueden ser desastrosas.

En este momento, el conflicto bélico entre Rusia y Ucrania fija la atención del mundo entero. Muchos observadores internacionales solidarizan con Ucrania, que aparece como el David luchando contra el Goliat ruso, y que defiende con un valor sorprendente su territorio contra el invasor. Pero otros, incluyendo gran parte de la izquierda latinoamericana, defienden a Rusia, tal vez por lealtades ancestrales heredadas de la Guerra Fría. Aquí opera la lógica del “enemigo de mi enemigo”. A causa del papel nefasto que jugó Estados Unidos en el golpe de 1973, entre varias otras acciones sucias de la misma época, muchas personas de izquierda se acostumbraron a ver a la entonces Unión Soviética como el lado bueno (o por lo menos, el lado menos malo) de aquel largo conflicto. Yo estoy en profundo desacuerdo con esa postura, pero la entiendo y la respeto, y no es mi intención en estas líneas reanimar debates tan añejos. Mi intención es otra: demostrar que la Rusia actual de Vladimir Putin no representa ni los valores de la izquierda, ni un referente para una política progresista en el siglo XXI.

Cuando la Unión Soviética colapsó entre los años 1989 y 1992, los recursos inmensos del país más grande del mundo quedaron sin dueño. Los hombres que se encontraron en el lugar adecuado en el momento preciso (en general, exfuncionarios del régimen soviético) tomaron posesión de terrenos, de minas, de fábricas, de empresas estatales. Los modos de acción variaban según las circunstancias: algunos compraron estos bienes (generalmente por precios irrisorios muy inferiores a su valor real), otros lo obtuvieron por coimas al gobierno de turno, otros simplemente se establecieron como dueños de facto, sin que nadie se atreviera a poner en duda sus nuevos títulos. Estos hombres son los famosos oligarcas rusos, que dominan al país desde los años noventa. Tienen grandes fortunas y mucho poder, pero llamarlos capitalistas sería incorrecto: en general, no forman nuevas empresas, ni inventan nuevos productos o servicios, ni tampoco crean valor agregado. Son los piratas del siglo XXI, que viven del robo, de la compra y venta de favores políticos, del tráfico de influencias, y del crimen organizado. La Rusia actual, lejos de ser comunista o socialista, es una cleptocracia, en la cual los poderosos viven a costa del ciudadano de a pie, y la desigualdad social es comparable a lo que se ve en los países del capitalismo salvaje.

En la cima de la oligarquía rusa está el presidente Vladimir Putin, quien domina la sociedad rusa desde el año 1999 y, según los cambios más recientes a la constitución, podrá mantenerse en el poder hasta el año 2036. Para algunos observadores, Putin podría ser el hombre más rico del mundo ( https://fortune.com/2022/03/02/vladimir-putin-net-worth-2022/ ), aunque se desconoce el monto total de su fortuna y los lugares donde la tiene escondida -dinero que no tiene otra procedencia que el robo y la coima-. A pesar de mantener las apariencias de una democracia (elecciones, un parlamento, etc.), Rusia hoy en día es una dictadura personalista, en la cual todo depende de la voluntad de un solo hombre. Muchos de los críticos más visibles de Putin han sido asesinados: el líder opositor Boris Nemstov, fusilado sobre un puente cerca del Kremlin en 2015; la periodista Anna Politkovskaya, asesinada por sicarios en el ascensor de su edificio en 2006; el ex espía Alexander Litvinenko, envenenado con polonio radioactivo en Londres, también en 2006; y el abogado Sergei Magnitsky, torturado hasta la muerte por la policía secreta rusa en 2009. Otros críticos han sobrevivido a intentos de envenenamiento, como Vladimir Kara-Murza y Alexei Navalny (el primero vive exiliado en EE.UU., y el segundo, después de un secuestro ilegal en Bielorrusia, es preso político dentro de Rusia). Ya no hay libertad de prensa ni de expresión, y la represión policial es cosa de todos los días. Si aún faltara más evidencia que Putin no es una figura de la izquierda, se puede destacar su apoyo a fuerzas políticas de ultraderecha (como Donald Trump en los EE.UU., Viktor Orban en Hungría, y Marine Le Pen en Francia), y la admiración que despierta en los movimientos neofascistas en varias partes del mundo.

Según los medios de prensa rusos, que tienen una operación muy sofisticada para tratar de influir en la opinión pública mundial, la invasión de Ucrania fue un acto puramente defensivo, que respondió a la opresión de la minoría rusa por el gobierno ucraniano y la política expansionista de la OTAN contra Rusia. La realidad es otra, y se puede verificar por medios de prensa internacionales e imparciales. Casi todas las historias de opresión étnica dentro de Ucrania vienen de fuentes rusas, y la intención clara de tales informes es justificar la política expansionista que sigue Putin hace varios años: intervenciones militares en Chechenia en 1999 y otra vez en 2009, en Georgia en 2008, y sobre todo la ocupación y anexión de Crimea, territorio ucraniano de población de mayoría rusa, en 2014. En todos estos conflictos, la OTAN criticó las acciones rusas, pero sin dar respuesta militar alguna. Más que la actitud supuestamente agresiva de la OTAN, se podría decir que fue en su excesiva timidez que Putin vio luz verde para iniciar una nueva guerra. En cuanto a la expansión de esa organización, las repetidas agresiones rusas han motivado a los otros países de la región a buscar alianzas para su propia seguridad. Antes del conflicto, Ucrania había solicitado varias veces su admisión a la OTAN, sin conseguir el acuerdo de este organismo, y en los últimos días, la brutalidad de la invasión rusa ha inspirado a países de larga tradición de neutralidad como Finlandia y Suecia, a considerar unirse a la alianza.

Si durante la Guerra Fría apoyar la línea política de Rusia tenía algún sentido para los de izquierda, en la época de Vladimir Putin no tiene sentido alguno. Incluso si uno ve a los EE.UU. como enemigo, esto no significa que la Rusia de Putin, enemigo de los EE.UU., sea un amigo de la izquierda, ni que refleje sus valores y aspiraciones históricas. Es particularmente chocante que gente que sufrió en la época de Pinochet apoye a un dictador que mata a sus opositores, censura a la prensa, y encarcela a los que se atreven a protestar. Los que apoyan a la democracia tendrían que tomar partido por Ucrania, país democrático y pacífico que sufre una invasión injusta. Los que apoyan al poder popular deberían estar al lado de los ciudadanos rusos valientes que, con gran riesgo personal, salen a la calle para manifestarse a favor de la paz y la coexistencia con Ucrania. Ellos han sido golpeados, detenidos, y condenados, tal como lo fueron los manifestantes chilenos que, a fines de los años ochenta, se atrevieron de decir “no” a otro dictador. Más allá de los eslóganes, los discursos, y las ideologías, están los derechos humanos y el derecho de cada pueblo a determinar su propio futuro.

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